Sábado, 6 de diciembre
AVANCES DE LA CIVILIZACIÓN
El que haya días de fiesta en que los centros comerciales estén abiertos aún es para mí una fiesta. Recuerdo el tiempo en que los domingos había que comer pan duro, o descongelado. Y los piquetes –Comisiones Obreras, UGT– que se formaban frente a las primeros locales que se atrevieron a abrir. Y los lunes sin periódico, salvo un sucedáneo que se llamaba Hoja del lunes. Y las semanas santas interminables con solo música religiosa. Ahora hasta las bibliotecas abren los domingos. La civilización avanza no solo enfrentándose a los prejuicios religiosos sino también a los intereses gremiales.
–-¿Pero tú realmente crees –se escandaliza un amigo– que el que el Corte Inglés abra los domingos es un avance de la civilización? ¿No te parece más bien un abuso del consumismo? ¿No crees que los trabajadores tienen derecho al descanso?
––Sí. No. Sí, pero para eso existen los turnos y pueden descansar cualquier otro día como quienes trabajan, por ejemplo, en los museos o en las salas de cine.
Domingo, 7 de diciembre
TRAMPAS DE LA MEMORIA
Me levanté temprano, más temprano que de costumbre, y bajé al jardín. Esperé poco tiempo. Pronto oí un silbido. Salí entonces al camino, pero no vi a nadie. Otro silbido, esta vez impaciente. Estaban ya en el bosque, confundidos con la oscuridad de los árboles. Corrí tras ellos. Caminamos, sin hablarnos, durante bastante tiempo. Ya era completamente de día cuando llegamos a la casa. Parecía deshabitada. La puerta se abrió de un empujón. Pasamos a una sala grande con muebles destartalados y viejos retratos colgados en las paredes. Nos sentamos como pudimos, unos en las pocas sillas que mantenían el equilibrio y otros en el suelo. Un reloj de cuco, en el que no nos habíamos fijado, comenzó a dar la hora y al principio hubo un sobresalto y luego algunas risas. Yo creí que en la casa no vivía nadie, pero en cuando dejó de sonar el reloj apareció una mujer. No era muy joven, pero seguía siendo atractiva y el ceñido vestido, que dejaba los hombros desnudos, lo resaltaba. Traía una bandeja con copas. No parecía el momento más adecuado para beber, yo ni siquiera había desayunado y me imagino que los demás tampoco. Probé un sorbo, por cortesía, creo que fui el único que lo hizo. Nadie dijo nada hasta que no desapareció, tan silenciosa como había llegado. Yo solo conocía a dos o tres de mis compañeros. Esto pasó hace algunos años cuando yo era más joven, bastante más joven, que ahora. Lo que ocurrió en aquella casa no se lo he contado nunca a nadie. Ahora ya puedo contarlo porque el tiempo le ha limado las aristas, lo ha convertido en un cuento no demasiado verosímil, un cruel cuento de hadas. Mientras los demás hablaban, preparaban el atentado, yo me quedé dormido, no sé si porque la impaciencia me había mantenido despierto toda la noche o porque había algo en aquellas copas que los demás no había querido tomar. El caso es que me desperté en la cama, en una habitación desconocida, con la mujer que nos había servido profundamente dormida al lado. Estaba desnuda, yo también. Me levanté de un salto, me vestí y bajé al salón. Quedé horrorizado ante el espectáculo: las paredes estaban salpicadas de sangre y había un gran charco en el suelo. Eché a correr, aterrado, sin querer saber nada más. No me atrevía a volver a casa. Estuve dando vueltas por el bosque. Encontré una cabaña abandonada, me quedé allí a pasar la noche. A la mañana siguiente, nada más abrir los ojos, sentí el grato aroma del café. Allí estaba la mujer, que me había preparado el desayuno y me alargaba el periódico. Busqué ansioso alguna noticia de lo que pudiera haber ocurrido en aquella casa. Pero todo eran noticias de un día feliz como cualquier otro en aquellos tiempos de la dictadura. Las malas noticias entonces ocurrían siempre en el extranjero. La mujer me miraba y sonreía silenciosa. Me atreví a preguntarle quién era, qué hacía en aquella casa, qué había sido de mis compañeros. Siguió mirándome un rato más, sin decir nada, poniéndome cada vez más nervioso. “No te preocupes, todos están muertos” la oí decir de pronto cuando ya se marchaba. No me dio tiempo a preguntarle más. Decidí regresar a casa. Por entonces yo hacía una vida bastante independiente. Nadie se había preocupado por mi ausencia. Eran los años de la dictatura, hacía poco que había dejado atrás la adolescencia. En mi país y en mi vida ocurrían cosas muy extrañas para las que no encontraba explicación. Una vez más me viene a la cabeza aquella historia al leer la entrevista con Elizabeth Loftus que publica hoy un suplemento dominical. Nuestros recuerdos no son fiables. Podemos manipular, sin saberlo, nuestros recuerdos y también, sabiéndolo o sin saberlo, los ajenos. No sé qué pasó aquel día en la casa del bosque, hace tantos años. O no quiero saberlo. Pero a veces sueño con aquella habitación llena de sangre y no sé si en alguna ocasión fue verdad o si siempre fue un sueño.
Lunes, 8 de diciembre
NO, GRACIAS
Como Melvin Udall (Jack Nicholson), el protagonista de la película Mejor imposible, soy maniático y obsesivo, y quizá igualmente insoportable. Una de mis manías es no jugar jamás, jamás, a ningún juego de azar y menos que ninguno a la lotería de Navidad. No solo no compro participación alguna, sino que rompo cuidadosamente las que me regalan. Temo que, si alguna vez se me ocurre comprar lotería, me toque un premio que me cambie la vida y maldita la gana que tengo yo de cambiar de vida. Ya sé que las probabilidades son escasas, pero prefiero no tentar la suerte. Por si acaso.
Martes, 9 de diciembre
UN PALACIO, CIEN HISTORIAS
Paseo, ya anochecido, por la desierta plaza del Fontán. Se abren de pronto las historiadas puertas de la cochera del palacio barroco, junto a la hundida fuente, y es como si comenzara un raudo documental con la historia del edificio. Lo construyeron los duques del Parque en el siglo XVIII, pero parece que pronto se cansaron de él y decidieron arrendarlo, primero a unos particulares y luego, en 1794 para fábrica de armas. Lo fue durante más de dos siglos. Los trabajadores –cañonistas, llaveros, cajeros, bayonetistas, aparejeros– eran vascos y se traían sus propios curas y médicos porque no sabían castellano. Cuando la fábrica de armas se trasladó al monasterio de Santa María de la Vega, aquí se instaló una fábrica de tabaco. Estuvo funcionando unos pocos años y al cerrar dejó en la calle a 450 trabajadores, casi todos mujeres (no hay constancia de que entre ellas hubiera ninguna Carmen). Los propietarios deciden vender el edificio. El nuevo propietario lo parcela para el alquiler. En dos habitaciones del bajo se instala Correos; un salón lo alquila la Sociedad Musical Santa Cecilia; hay también una sociedad cultural, el Liceo, y una popular botillería. El dueño del palacio, poco antes de morir en 1888, deshereda a su mujer y a su hija, de la que sospechaba que no era suya, y nombra heredera universal a su ama de llaves. En Oviedo se rumoreó que dicha ama de llaves, mujer de armas tomar, lo había encerrado en una habitación y le amenazó con dejarle morir de hambre si no la nombraba heredera de toda su fortuna. La antigua ama de llaves, María Álvarez Guerra, decide vender el palacio. Se piensa comprarlo para instalar en él la Diputación, pero finalmente lo adquiere un particular Antonio Sarri Oller, que había llegado a Oviedo para acompañar a su hermano, un canónigo catalán. Antonio Sarri Soler hizo fortuna administrando los bienes del Obispado y casándose con la hija de un afamado pastelero. Suya fue la idea de crear la fábrica de bombones La Perla Americana. Organizó, con los fieles ovetenses, diversos viajes a Roma. En una de ellos, le regaló al papa varias cajas de bombones. Al papa, al parecer muy goloso, le gustaron tanto que no solo le autorizó a poner en las etiquetas “Proveedora de SS León XIII”, sino que, a cambio del envío regular de bombones, le otorgó el título de marqués de San Feliz. El nuevo marqués devolvió al palacio todo su esplendor. Lo volvió a llenar de muebles de época, cuadros y tapices. Un día se enteró de que las monjas pelayas no tenían dinero para reparar el tejado de su inmenso convento junto a la catedral. Se ofreció generosamente a hacer todos los arreglos necesarios. A cambio, solo aceptó unos lienzos renegridos a los que las buenas monjas no daban mayor importancia: el apostolado del Greco que fue la joya de este palacio y ahora está en el Museo de Bellas Artes. Durante los años veinte, en los salones de este palacio se celebraron tés danzantes: quien no fuera invitado a ellos no era nadie en Oviedo. En una esquina del palacio, desde siempre, estaba el caño del Fontán, a menor altura que la plaza, rodeado de bancos en las que las mujeres, mientras los cántaros se llenaban, hacían tertulia. El heredero del marqués de los bombones consiguió que le autorizaran a eliminar la fuente y nivelar la plaza. Muchos años después, siendo alcalde Antonio Masip, se rescataría de su enterramiento el viejo caño, pero ya buena parte de su entorno no se pudo recuperar, había sido cedido para el paso a la cochera. Mientras un coche entra en ella por mi cabeza pasan todas estas cosas, la novela o la película del palacio, en cuya larga vida, como en cualquier vida, hubo de todo, buenos y malos momentos.
Acababa de leer, en una cafetería cercana, una conferencia de Ernesto Conde, “El Fontán: laguna, fuente y túnel”, y ahora la historia de este lugar se me hace presente de golpe. Junto al caño, un ventanuco medio cegado: es la entrada a un túnel por el que discurren las aguas de la fuente y sobre el que se levanta, sostenida por un pilar, la esquina del palacio. Entra el automóvil, se cierran las puertas de la cochera y yo me imagino un largo pasadizo bajo el subsuelo que lleva a regiones fabulosas y tesoros escondidos. Me gusta la erudición que enseña a mirar, que ayuda a soñar.
Miércoles, 10 de diciembre
CARTAS DE AMOR
Yo también, como todo el mundo, he escrito cartas de amor. Algunas de ellas, no sé cómo, han ido a parar a un librero de viejo entre varios libros míos dedicados. Las echo una ojeada antes de destruirlas y sonrío. ¡Qué razón tenía Álvaro de Campos! Todas las cartas de amor son ridículas, y las mías más. Hasta cito a Ortega: “El pensamiento es un pájaro extraño que se alimenta de sus propios errores”. Cuánta pedantería. Dudo mucho que yo haya estado enamorado alguna vez.