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A buen entendedor: Trato de ser mejor

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Domingo, 13 de abril
ELOGIO DE LA NATURALEZA

La naturaleza nunca me ha entusiasmado, para qué nos vamos a engañar. La vida natural siempre me ha parecido muy poco natural aplicada al hombre. Pero paso unas horas de esta tarde de domingo en Bueño, invitado por mi amigo Fermín Santos a visitar una exposición de grabados, y me gusta el silencio del lugar, los apacibles verdes, las gentes que charlan sin prisa a la puerta de casa, los hórreos como abuelos valetudinarios que aún siguen siendo útiles resguardando al automóvil familiar, las virgilianas ovejas (para mí todas las ovejas son virgilianas y balan en hexámetros), los caballos que pacen tranquilos como después de haber conquistado el mundo... Hay un gran caserón palaciego en venta y por unos momentos se me ocurre la fantasía de que yo también podría ser feliz aquí. Y poder, claro que podría. Tendría sitio de sobra para mis libros y tiempo para escuchar el silencio mientras medito sobre los enigmas del hombre y del mundo.
            Sí, podría ser feliz aquí. Solo necesitaría un matrimonio que cuidara de la casa y de la huerta, alguien que se ocupara de los animales, un chófer que me llevara a Oviedo cuando lo necesitara, algún becario que se ocupara de organizar la biblioteca. Demasiada gente.
            Sospecho que la naturaleza no está hecha para el hombre. Al menos, para el hombre solo. O digámoslo más modestamente, no está hecha para mí.
            No es que niegue yo sus bellezas ni sus encantos. Resulta muy agradable para pasear durante un rato, un largo rato, incluso una hora o dos. El placer de reencontrarse con la vida urbana resulta así acrecentado.
            No soy yo tan radical como para pensar que la naturaleza debería desaparecer por completo, que el mundo debería convertirse en una colección de ciudades, no. Entre una y otra ciudad podrían conservarse parques naturales que nos recuerden cómo fue la vida en otros tiempos menos civilizados.
            Me gusta la naturaleza, ciertamente. ¿Cómo no me va a gustar si entre mis lugares favoritos se encuentran el parque de Ferrera en Avilés y el Central Park de Nueva York?

 

Lunes, 14 de abril
UN DÍA DE PRIMAVERA

No todos los días duran veinticuatro horas. Este catorce de abril, como aquel otro de memoria imperecedera, parece no acabarse nunca, y efectivamente, reloj en mano, dura treinta horas. En él parece caber todo, la memoria ilusionada de un república que tuvo más de mito que de realidad, y un demorado poseo, en la tarde gentil de primavera, por algunos de los rincones que me son más familiares y queridos en esta ciudad que, desde que la vi por primera vez allá por 1990, se convirtió para mí en el símbolo de todas las ciudades. Como cuando estoy en Avilés, quien quiera verme puede encontrarme tomando un café en el Atrio, mi rincón favorito para un libro y un rato de charla en Nueva York se llama Atrium y está en el Citicorp. Lo descubrí un desolado domingo, con todo el centro de Manhattan vacío, aquel remoto 1990. Tocaba una pianista para tres o cuatro solitarios que no escuchaban. Ahí sigue el piano y ahí siguen los solitarios y ahí sigue la melancolía de aquel domingo sentada junto a ellos. Voy luego un rato hasta el parque, que esta tarde de primavera, bullicioso de niños y parejas y ciclistas, se parece más que nunca a cualquier parque. Saludo a tantos viejos conocidos, que siguen igual de esbeltos, por los que no parecen pasar los años, y a los jóvenes que yo mismo vi crecer. Siento debilidad por la torre Hearst, de Norman Foster, que surgió de pronto, como un superhéroe de la Marvel, de un inacabado edificio de los años veinte lleno de alegorías y neoclásicos pastiches. Me resulta particularmente aleccionadora esa metamorfosis. Me gustaría que se repitiera en mí. El hombre nuevo que no reniega del hombre viejo, sino que firmemente se asienta sobre él.


Martes, 15 de abril
HAIKUS Y AMIGOS

Tarda uno en acostumbrarse al cambio de horario y me despierto demasiado pronto. Antes de que amanezca y comenzar a ruar por la ciudad, tengo tiempo de sobra para pensar en todo aquello en lo que habitualmente no quiero pensar. Me gusta estar ocupado, estar siempre con algo entre las manos, hacerlo todo rápido, rápido, y a ser posible bien.
            No pensar en lo que se avecina es el secreto de la felicidad. Pensar en el día de hoy y en el inmediato día de mañana. El resto es humo y niebla.
            Pensar en el paseo por los laberintos del Metropolitan, sin buscar nada en concreto, dejándose sorprender por el azar de salas y escaleras. De vez en cuando, algún amigo me sale al paso. El joven caballero de Bronzino es mi favorito, o yo el suyo. Vaya por donde vaya siempre se las arregla para hacer como que tropieza conmigo.
            Otro amigo con el que me encuentro siempre que vuelvo por esta ciudad es Hilario Barrero, el guía más gentil e incansable del mundo. Para algunos resulta más fácil imaginarse esta ciudad sin la estatua de la Libertad que sin él.
            Mientras comemos, en un restaurante de Madison cercano al museo, charlamos de los amigos comunes y de amores más o menos colombianos y nos entretenemos luego componiendo algunos haikus neoyorquinos. "Si son lo suficientemente malos, se los podemos mandar a Julio Neira para que los incluya en alguna de sus antologías", digo yo.  "¡Tú sí que eres malo!", me responde en broma Hilario.
            Nunca se hablan. / De reojo se miran / los rascacielos.
            Mármoles griegos / tumbados en el parque / ya es primavera.
            Para comprar / hacen cola las gentes / y todo sobra.
            Esas monjitas / en la Quinta Avenida / tan machadianas.
            Boca del metro. / Unos ojos de pronto / y una sonrisa.
            Furia española / donde quiera que pasa / quiquiriquí.
            Un paquebote / que navega sin prisa / hacia el abismo.
            Qué pronto duerme / la ciudad que decían / que nunca duerme.
            En la ventana / más alta del hotel / un sol suicida.
            Templos vacíos / ya ni el mismo Dios quiere / entrar en ellos.
            Cuánto silencio. / Es de noche, estoy solo, / alguien me mira.
            Con cuánto acento / pronuncian el inglés / los petirrojos.
            Cien mil palomas / no valen lo que vale / un solo cuervo.
            Qué tarde llegas / cargada de regalos / hasta mi vida.
            Lo que me vendes / no vale lo que vale / esa sonrisa.
            En bicicleta / el rubio pelo al viento / la primavera.
            Qué fantasía / la gente se pasea / libre y desnuda.
            Juega la luna / a ser solo un / anuncio de la luna.
            Secreto jardín / muy dentro de tus ojos / cerca del cielo.
            Juego a estar solo / y no me dejas solo / ni un solo instante.


 Miércoles, 16 de abril
 DE CICATRICES Y MELANCOLÍAS

La primavera llegó más hermosa que nunca el catorce de abril, como para conmemorar no sé qué aniversario, pero duró solo un día, simbolizando quizá también aquella ilusión "antes de tiempo y casi en flor cortada". Luego vino la lluvia, a ratos insistente y a ratos solos melancólicamente verleniana. Ayer lució un sol espléndido, pero con temperatura de cero grados y con la nieve de la noche todavía refugiada en los rincones. Yo caminé Quinta Avenida abajo hasta Madison Square, donde las ardillas correteaban al sol sin miedo al frío, y luego hasta Union Square. Es la rutina de costumbre. Antes de sentarme en la cafetería de Barnes & Noble, y recordar con cuantos amigos he estado en ese lugar, y cuántos versos hemos leído y escrito ante los ventanales que se abren sobre el arbolado de la plaza, y a los que un tiempo se asomaban las Torres Gemelas, he disfrutado de los olores y los colores del mercadillo de los miércoles. Dan ganas de probarlo todo, pero me contento con mirar. Luego me he perdido en otro de mis laberintos favoritos, las dieciocho millas de letra impresa de Strand. Antes, cuando era más joven, me cargaba de libros. Ahora apenas compro, solo alguna rareza, como L'azzurra memoria, una antología del poeta italiano Luigi Fontanella. No le conocía, aunque tiene una amplia obra de poeta, traductor y estudioso. Es profesor en la Universidad del Estado de Nueva York. Lo que me conmueve del volumen es que está dedicado a Elise, "dandole il benvenuto qui sotto il cielo de Long Island", y la fecha es reciente, tan reciente que para que yo pueda encontrar hoy el volumen en Strand tuvo que venderlo al día siguiente o muy poco después de recibirlo de manos del autor en su casa de Long Island. Me imagino cómo se sentiría el anciano poeta si se da una vuelta por la librería y se topa con él. Me imagino cómo se sienten tantos poetas, que me han dedicado sus libros, y dan con ellos luego en la librería de Valdés. Pero yo suelo esperar un poco más de tiempo y los libros salen de casa solo cuando ya no hay sitio para que yo me mueva por ella.
             Acompañado de dos amigos y de mi melancolía visito luego lo que fue la Zona Cero y de alguna manera lo sigue siendo para siempre. Sigue en obras, más de una década después, y cada vez que vuelvo me encuentro con una nueva desagradable sorpresa. Esta vez me asusta ver que frente al cementerio de San Pablo, donde yo recuerdo a los oficinistas de las Torres tomando el sol del mediodía, han crecido unas inmensas fauces de tiburón. Son de un color gris sucio y dan miedo. No sé si darán menos miedo cuando las pinten del rutilante blanco calatrava. Porque sí, como sospechaba, y como me confirman en seguida, se trata de la cubierta del arquitecto valenciano para la estación de los trenes a New Jersey. También Nueva York, como Oviedo, como tantos sitios, cayó en la trampa del tahúr Calatrava. Me imagino que ahora los gestores se estarán tirando de los pelos (como en Oviedo los que tienen que trabajar en las alas del mamotreto de Buenavista), pero que ya es imposible volverse atrás. La verdad es que mi admiración por Nueva York desaparece por completo cuando se trata de la gestión que hicieron de la tragedia. No en el aspecto humano, que es el fundamental, claro; lloraron, homenajearon e incluso vengaron (eso me gusta menos) a sus muertos. Pero en lo que se refiere a la reparación de los daños materiales dieron un ejemplo de incompetencia que difícilmente encuentra parangón. En primer lugar, les permitieron a los terroristas la mayor de las victorias, cambiar para siempre el perfil de la ciudad. Parece que los neoyorquinos, ciertos neoyorquinos, dijeran "bueno, sí, ha sido una tragedia, pero no hay mal que por bien no venga; gracias a esos bárbaros nos libramos de las horribles torres y podemos especular y hacer negocios con los terrenos que quedan libres".
            Lo raro es que en una ciudad, donde se derriba un edificio en veinticuatro horas, y se levanta un prodigioso rascacielos, asombro del mundo, en meses, trece años después todavía sigue en obras el lugar, y por si fuera poco, por si algún recuerdo quedaba de la vista de entonces, un inmenso espantajo de Calatrava abre ahora sus fauces frente al cementerio dieciochesco de San Pablo, como si quisiera tragárselo de un bocado.


            Pero no acaban ahí los embates de la melancolía. Al cruzar el puente de Brooklyn, resbaladizo con los restos de nieve y hielo de la noche pasada, me asombra ver el Pier 17 completamente destrozado. "Es que lo están reformando", me dice Hilario. ¿Reformando? Más bien parecen dispuestos a que no quede piedra sobre piedra, o madera sobre madera. Se trata de los antiguos almacenes del puerto convertidos en centros comerciales y museos. Yo lo descubrí en uno de mis viajes solitarios y allí pasé muchas horas sentado en una de sus terrazas contemplando el ir y venir de las barcazas por el East River y los dos puentes, el de Brooklyn y el de Manhattan, y el promenade de Brooklyn; yo se lo descubrí luego a todos mis amigos que venían a Nueva York y a algunos de mis amigos que ya vivían aquí.


Jueves, 17 de abril
PALINODIA EN BROADWAY

En la sobremesa de Le Monde, en el Broadway más apacible, frente a Columbia Universiy, comienzo a practicar mi deporte favorito, tener razón. Y mientras abrumo a mis amigos con los argumentos lógicos que desmontan su argumentos y apuntalan los míos, me da por pensar, sé muy bien por qué, en esos jugadores que, en Madison Square Park y en otras plazas neoyorquinas, esperan a quien se decida a echar con ellos una partida de ajedrez a cambio de unos dólares.
            ¿A qué me voy a dedicar, dentro de pocos años, cuando me llegue la jubilación y ya no tenga alumnos y todos mis amigos se hayan aburrido de discutir conmigo? Creo que crearé un club de debates en cualquier café y ofreceré una cantidad sustanciosa a quien consiga rebatirme. Ni siquiera me importará defender unas veces una opinión y otras la contraria.
            "Tendrás que pagar mucho", me dice mi amigo, "porque acabas fatigando a cualquiera; yo creo que el exceso de razones te impide entrar en razón".

            Pienso luego en ello mientras caminamos por San Juan el Divino, bajo los dos prodigiosos dragones que esta Semana Santa adornan la nave central. "¿Qué es más importante tener amigos o tener razón?", me pregunto. Y yo sé de sobra que lo primero, pero me puede la tentación de demostrar siempre que soy más listo que nadie, como si no supiera de sobra que no lo soy siempre (solo casi siempre).



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